viernes, septiembre 29, 2006










él es el varón más hermoso que ví
y aunque no conozca su barrio

ni todos los hombres que viven en el
sé que es el más hermoso

el más fuerte
el más feroz, el más valiente
y tierno

el muchacho más hermoso
del mundo

me hace tan feliz que no necesito
comer nunca más

sólo fumar y fumar
rubia de contenta

domingo, septiembre 10, 2006


St. Moritz


Cuando terminé quinto año de la escuela secundaria, luego de unas intensas vacaciones. Me fui a vivir sola a Buenos Aires, tenía 17 años, era la primera mudanza de mi vida.

Desde entonces volví un solo invierno y todos los veranos.

Puedo ver la llegada a Buenos Aires en mi cabeza como la reproducción en cámara lenta de un choque automovilístico, igual a los que se ven en las propagandas pro uso del cinturón de seguridad “Luchemos por la vida”; puedo verme a mi, saliendo despedida por el parabrisas y rebotando contra el asfalto.

No era que extrañaba a mi mamá, ni el bosque, ni la heladera jugosa de mi casa, ni mi almohada, ni la tele. Si bien los extrañaba era una sensación periférica.

Cada hoja de mi diario, de cada día del primer año en buenos aires tiene escrita la frase: Omnia Mecum Porto. Soy todo lo que tengo o quizás todo lo que tengo lo llevo encima. La frase se va traduciendo como si tuviera vida propia, como células que mutan en mi interior, cada vez más lejos del origen pero cada vez más propia. Como un mantra.

En aquel primer regreso a Bariloche para las vacaciones de invierno. En un estado de alteración considerable y protagonizando una pobre interpretación literal de la frase en latín: viajé con dos enormes valijas con toda, absolutamente toda mi ropa y un montón de libros y cds. Estaba decidida a que nada me falte para ser feliz. A no extrañar nada.

No leí ni un libro, imposible hacerlo entre las peleas de mis hermanos con mi mamá, el teléfono que sonaba cada dos minutos y el cronograma de visitas obligadas a los amigos, las abuelas, las tía, etc, etc. Un amigo de Bariloche, que está a punto de recibirse de Licenciado en Letras. Me contó su experiencia con respecto a la vuelta, peculiarmente parecida a la mía. Cuando vivía allá se pasaba el día leyendo, deseoso de irse a Buenos Aires a vivir solo, lejos del bullicio familiar, a estudiar. Al volver la primera vez, no leyó ni el diario, y rogaba a su padre, que le deje cortar el pasto, arreglar la antena en el techo, pintar paredes. Todas esas actividades frívolas de las que renegaba cuando vivía con su familia y tenía cosas más importantes que hacer, que sacar la basura. Cosas como leer “La insoportable levedad del ser” de Milan Kundera.

Allá, más pertinente que leer, es tejer mientras se mira la nevada, tomar mates y charlar con mi mamá.

Hace poco me llegó, por una revista virtual de poesía a la que estoy subscripta, un e-mail con un poema de Wallace Stevens, se llama "Teoría" y comienza diciendo: Soy lo que me rodea.

“Vivo sola, camino por la casa nueva. Evito los cuartos de paredes blancas, altísimas y sin muebles. Busco los recovecos, la cocina. Todos mis movimientos están precedidos por una inmensa duda: ¿Quiero lavar los platos o quiero lavar la ropa? ¿Quiero escuchar música o quiero leer? ¿Qué disco? ¿Qué libro? Los días son largos, no logro abarcarlos, duermo la siesta ¨ Decía en las primeras hojas del diario que escribí en el primer año en Buenos Aires

Luego una nota tomada 3 años más tarde en diciembre del año pasado “la sensación es de haber engordado tanto, tanto que de ningún pantalón me sube el cierre y aguanto la respiración constantemente para mantener en su lugar los botones a punto de eyectarse fuera de sus ojales. ¿Cuándo empezó? ¿Fue cuando empecé a trabajar? Primero lo hice para conseguir lo necesario, pero cuanto más trabajo, más necesito. Ridículamente pago por mi propio tiempo. Tomo taxis para no llegar tarde a alguno de mis tres trabajos o a la facultad, compro comida de rosticería para no cocinar, comer rápido y poder dormir un poco más (desde septiembre duermo cuatro horas diarias). O quizás escribir, algo como: la distancia/ lejos de mi estoy/ veo con otros ojos/ no pienso/ no escribo / estar conectada requiere mucha energía /estoy cansada como para asombrarme/ elijo no mirar, no pensar/ dormir”

El poema sigue así: Las mujeres comprenden esto/ Nadie es duquesa/ a cien yardas de un carruaje. ¿Y quién es filósofa a mil seiscientos kilómetros de la facultad? ¿Quién es profeta en su pueblo? Cada año mi estancia en Bariloche es más corta. Buenos Aires me reclama, tengo trabajos con los que cumplir, fechas de examen a las que asistir. El último verano me quedé sólo un mes, pero a diferencia de los viajes anteriores, no trabajé. Fui a nadar al lago, subí a la montaña y pasé la mayoría de las tardes leyendo a Emilio Salgari en el jardín de la casa de mis padres.

Volver es difícil.

Hay un sueño terrible del que despierto agitada un par de veces al año, y es que tengo que hacer otra vez el secundario. Volver a Bariloche me da la misma sensación que estar retrocediendo 10 casilleros en un juego de mesa.

El poema de Stevens termina diciendo: Estos, entonces son retratos:
un vestíbulo negro; un alto lecho protegido por cortinados.

Estos son tan sólo ejemplos.

Al terminar el último verano. Me subí al Vía Bariloche de regreso a Buenos Aires. Miré por la ventanilla y estaban todos, mamá, papá, Valen y Juli, mi amiga Eka, la abuela Nelly: llorando. El ómnibus se puso en marcha y comenzó a moverse, yo también lloraba, cuanto más se alejaba de la plataforma más histéricos nos poníamos, ellos movían sus manos y hacían morisquetas, llorábamos y nos reíamos al mismo tiempo. Los vi achicarse de a poco, dejé de distinguir sus rostros pero percibía sus movimientos, y luego ya no los veía, pero los imaginaba tal cual los había visto hace un momento.

Antes de ir a la estación habíamos pasado como siempre, por la casa de mi abuelo Cholo para que me despida. Él estaba sentado en el sillón mirando la tele, agarró el bastón y se paró con dificultad, me abrazó con el brazo que le quedaba libre y me dijo a media lengua, en su idioma afásico post derrame cerebral y hemiplejia: yo te voy a esperar, no voy a irme sin antes verte una vez más. Fue muy claro y su voz sonaba como nunca la había escuchado en los últimos años. Quedé helada dentro de su abrazo, lo miré y había una tensión en sus ojos, como un dique a punto de quebrarse; entonces me soltó y empezó a hablar a los gritos un discurso jocoso bien a lo italiano del que cacé algunas palabras como Buenos Aires, tango, Chacarita mientras nos iba arriando hacia la puerta. Lo saludamos desde el auto y fuimos al geriátrico a despedir a la abuela Eugenia.

Hasta Piedra del Águila lloré sin parar. Pero no era el recuerdo lo que me movilizaba. Era sencilla y asombrosamente el paisaje. Atravesé la estepa como una aguja que va cosiendo una herida. Y no terminó de cerrarse hasta la noche, cuando el camino me era indiferente y en la oscuridad podría bien estar yendo, como viniendo, cada vez más lejos de lo real, como si viajara en un cohete a la luna. Entonces volvió a mi memoria, una frase como un meteorito. La había encontrado citada por un mochilero en el cuaderno de comentarios del refugio de montaña Laguna Negra. Sólo decía:

“Yo tengo la impresión de las montañas
como un inmenso delirio de grandeza”


Luego de caminar 16 kilómetros cuesta arriba durante cinco horas por el bosque. Recibida en la cumbre por la laguna helada del deshielo, recogida entre riscos como en una gigantesca taza rota que ya no puede retener su contenido. Viendo nacer una y otra vez y otra el Río Villegas que había bordeado todo el camino desde Colonia Suiza y frente a aquellas rocas manchadas de nieve, comprendí como una revelación, el éxtasis con el que había sido escrita y sentí que más allá del filo no habría nada y que el viento que arreciaba no provenía de ninguna parte.

Conrado Nale Roxlo, había llegado hasta mi gracias a la memoria del mochilero (que me figuré como un joven buen mozo y desaliñado igual a Jack Kerouak) y nos había dado, a ambos un consuelo para la distancia; la promesa de un vínculo inquebrantable. Él no decía "Yo vi las montañas", él afirmaba "Yo tengo la impresión de las montañas". Y no era otra cosa que decir yo soy una montaña.

Un vínculo inquebrantable consigo mismo.

El ayudante de abordo vino a regalarme caramelos. Me miró como si fuera su hermana menor. Al rato me trajo café. Se fue y volvió en seguida -no llores más, por favor-. Yo me reí y seguí llorando hasta que me quedé dormida, agotada.

Al llegar a Neuquén me despertó, por si quería bajar a estirar las piernas y tomar un poco de aire. En el espejo del baño de la estación vi mis ojos hinchados como albóndigas, me lavé la cara, fumé un cigarrillo parada en la plataforma.

Un hombre se acercó, me preguntó si yo era la chica que lloraba. Era el chofer. Ante su pregunta, en una rotunda afirmación, me largué a llorar otra vez. -¿Tomás mate?- Preguntó y yo asentí con la cabeza. Entonces me invitó a viajar en la cabina.

Se llamaba Eduardo, tenía alrededor de 40 años. A los 17 años había empezado a manejar camiones, conocía el país de punta a punta. Varias veces, cruzando a Chile había quedado varado en la nieve, y en una de esas veces no pudo avanzar en seis días. Seis días sólo en el camión.

Los dos habíamos ido a la primaria en la escuela Nro 44 de Puerto Moreno y a la secundaria en el C.E.M 46. Vivíamos a escasos kilómetros sobre la ruta Bustillo. Yo había sido novia de un par de amigos suyos. De hecho hablando, de ese modo en el cual es imposible reconstruir la genealogía de la conversación, me enteré gracias a él, por qué una vez hace 5 años una chica que no conocía más que de vista me había atacado en una fiesta rave en el "Camping Las Petunias”, quemándome deliberadamente la mano con un cigarrillo. Le decían la Dracu, y estaba enamorada de su amigo Ezequiel, el chico que vendía juegos de magia en la puerta de la chocolatería “El Turista” en la calle Mitre y que en ese entonces coqueteaba conmigo.

Me mostró dos cicatrices de bala que tenía en el abdomen. A los 18 años lo habían mandado a Malvinas. Una bala aún estaba dentro de su cuerpo. Yo lo escuchaba con un cierto romanticismo que me despiertan temas como la guerra. Pero su aspecto no era el aspecto romántico que podría tener un veterano. No era una víctima, era un provocador.

Iba deduciendo por lo que contaba, que la guerra y los viajes, le habían dado una noción del tiempo y de la soledad, muy palpable: la soledad del hombre que tiene un arma en la mano para defenderse de otro hombre que tiene un arma en la mano, el tiempo que transcurre dentro de un camión hundido en la nieve, en la punta de una montaña.

Su comportamiento se regía de manera fiel por dicha noción y con cada historia que contaba sustentaba siempre la misma hipótesis -Mirá linda, vos tenés que hacer lo que se te de la gana porque mañana te pisa un camión y te morís, y andá a cantarle a Gardel… -Para adentro yo le contestaba -si mañana me pisa un camión, y me muero, por lo menos que lo estés manejando vos…-y de pronto me di cuenta: estaba charlando con un fugitivo, alguien que intentaba huir obstinadamente del tiempo?

Distraída por su relato, repuesta de mi llanto. Subí a mi asiento para que me sirvan la cena. Antes de irme me dijo -Venite más tarde así te muestro la llegada a Bahía Blanca, toda iluminada, es lo más lindo del viaje-Después de comer y de ver “Mickey, Donald y Goofy: los tres mosqueteros” Bajé y volví a sentarme en el lugarcito que hay entre el asiento del chofer y el ayudante de abordo. Este último me ofreció whisky. Acepté y me trajo un vasito de tergopor.
Di un primer trago prudente.
-Criadores ¿no?
-Sí- Contestó Eduardo, y quitó la vista de la ruta para mirarme por un tiempo que me pareció imprudentemente largo, en el que dijo subiendo el tono de voz.
-¡Nena! ¿Cuantos años tenés? ¡¿Como es que una chica linda como vos conoce el Wisky Criadores?!
-Trabajé en la bailanta.-
Dije yo y di un segundo trago. Estaba entrando en calor, y los cachetes se me pusieron colorados.
-¡¿En Moritz?! -Todo lo que él decía traía adosados varios signos de exclamación.
-Sí- Dije yo como si nada, haciéndome un poco la interesante. -Pero fue hace varios años, antes de mudarme a Buenos Aires-
-¡¿Vos eras la nena de la barra?!
-Sí. LA NENA. Seguro que vos ibas siempre.
-Con razón me sonabas conocida. ¿Cuántos años tenías 12?
-15
-Andrés, traeme Coca-Cola que brindamos.
-¿Por qué?
-¡POR LA NENA!


De la bailanta derivamos en la whiskeria “Woman”, yo había entrado sólo una vez, con unos amigos, disfrazada de varón. De la whiskería derivamos en hoteles de paso, como yo nunca había ido a uno en Bariloche me recomendó el que está a la salida de la ciudad, el "Tu y Yo", que tiene en el cartel dibujados unos gatitos o unos cisnes –no me acuerdo- haciéndose arrumacos y el "Tres Reyes" que queda por la calle Elordi creo. De los hoteles de paso derivamos en lencería femenina. A Eduardo no le gustaban las tangas, prefería los culotes y jamás gastaba menos de cincuenta pesos en un conjunto para una amante. Tampoco compraba nada de nylon ni poliéster. Nunca elegía el color rojo, sí blanco o color cremita o negro.

-¿Vos que sos noventa?
-Sí noventa- Evidentemente tenía el ojo entrenado en talles de corpiño, pero no me intimidó su inesperado comentario.
-A mi las muy pendejas no me van, eh…Me gustan las treintañeras mantenidas. Porque vos, por ejemplo, vos ahora estás así- dijo mientras pegaba un golpe con el puño cerrado contra el volante revestido en goma

- dura.
Ahora sí había logrado darme vergüenza y me puse colorada.
-Pero a los treinta es más difícil, hay que ir al gimnasio o eso nuevo que van todas las treintañeras, ¿ cómo es?
-Pilates.


Un olor asqueroso entró en la cabina y los dos abrieron las ventanillas.-¡Uy! Que hijo de puta el que fue al baño!- Eduardo empezó a apretar intermitentemente un botoncito que decía W.C. -Cuando cagan así les apago la luz del baño-

Andrés volvió a llenar con whisky mi vasito de tergopor. Eduardo prendió un televisor muy chiquito que había a su izquierda. -A ver veamos en que andan…-la imagen se veía en blanco y negro y Eduardo fue cambiando de cámara, se veía todo el colectivo.
-Esto es como Gran Hermano, tenemos una camarita en el baño también, pero la prendemos sólo cuando van las chicas.-
Desde hace un rato que tenía ganas de hacer pis y me sentí bastante incómoda y tonta con su comentario, no lograba no creerle. Decidí aguantarme un poco más.
-Vemos cada cosa desde acá…-los dos me miraron con los ojos brillantes.

-Bueno y ¿porqué llorabas cachorra?
-Porque voy a extrañar-
dije y me sentí una nenita.
-Pero vos te vas porque querés… ¿o no?...
Me quedé en silencio. No recuerdo si dudé. Dije.
-Sí

Pasaron siete meses desde la última vez que estuve en Bariloche.
Hace tres semanas me llamó mi papá en la madrugada. Yo había estado trabajando de camarera hasta hace una hora y estaba tan cansada que no reparé en lo sospechoso del llamado. Mis dos hermanos se encontraban viajando en ese momento en ómnibus a Buenos Aires. Me dijo -Ranita. Se murió la abuela Eugenia, hace dos horas, de un paro cardiorrespiratorio mientras dormía. Según la enfermera a las tres la escuchó levantarse a tomar agua y a las 4:30 fue a verla y estaba muerta.

Volví a la cama, sólo quería dormir. Al cerrar los ojos repuse la imagen. La vi poniéndose las pantuflas, luego caminando hacia la cocina, agarrar el vaso, llenarlo, beber. Y caminar de vuelta a la cama. Luego pensé en la última vez que la vi, saludando con la mano desde la ventana del geriátrico, llevaba un sweater rojo que le resaltaba la blancura y los ojos celestes de gringa. También tenía un sombrero de paja con una cinta roja. La fascinaban ese tipo de sombreros. Era una mujer muy bella, aunque poco cuidadosa con los sentimientos de quienes la rodeábamos. Estoy segura que ese día no tenía un sweater rojo, ni tampoco un sombrero. Estaba bastante más achacada. Pero agradecí por las licencias que se toma la memoria de embellecer ciertos recuerdos.

Al despertar, al medio día, mientras me lavaba los dientes, miré mis manos reflejadas en el espejo, y recordé la piel de la abuela Eugenia. Suave como el papel con que se arman los cigarrillos, casi transparente. Lástima la abuela Eugenia que no me vio con el pelo teñido de rubio, como ella, como Marilyn, por fin la hubiera puesto contenta.

Me fui a buscar a mis hermanos a la estación y darles la noticia. Al llegar a la plataforma y ver entrar el Vía Bariloche me acordé de Eduardo. Hacia el final del viaje nuestra conversación se iba poniendo cada vez más íntima proporcionalmente a que yo me iba poniendo cada vez más beoda, hablamos de sus amores y de los míos. Era sin dudas un mujeriego, calavera, seductor y buen tipo a la vez, ecuación que da como resultado en la mayoría de los casos un rompecorazones. Ante mis comentarios tendenciosos y casi condenatorios me sorprendió diciendo.
-¿Te gustan los boleros?
-Sí, una vez leí una entrevista a un escritor colombiano, Gabriel García Marquez, que decía que el que no entiende los boleros, no entiende nada…
-Tiene razón ese tipo. ¿Conocés “Corazón Loco”?
-Sí.
- Cuando las mujeres empiezan con sus preguntas de por donde ando y con quién duermo yo les digo: Mirá dulzura, no lo sé. Y les canto. “No te puedo comprender, corazón loco/ No te puedo comprender y ellas tampoco/ Yo no me puedo explicar cómo nos puedes amar tan tranquilamente/ Yo no puedo comprender cómo se pueden querer dos mujeres a la vez y no estar loco”.


Cantando boleros llegamos a Bahía Blanca: la preferida, iluminada y sublime. Subí a mi asiento para dormir algunas horas antes de llegar a Buenos Aires. Pensando en mis dos casas, la del bosque y la de la ciudad, como en dos novias. Cuando bajé del micro quise despedirme de Eduardo, quizás intercambiar direcciones de e-mail, pero ya lo había reemplazado su compañero y él estaba durmiendo.

Como una amante indecisa voy y vuelvo de Almagro al kilómetro 15 de la Avenida Bustillo, sigo repitiendo el ejercicio del omnia mecum porto, y cada vez, cargo a mis espaldas mi hogar como un caracol. Pero desde hace un tiempo que dejó de importarme ¿Cómo las puedo amar tan tranquilamente? ¿Cómo se pueden querer dos ciudades a la vez? No lo sé, corazón loco, pero ya no pretendo comprenderte y ellas
tampoco.

miércoles, septiembre 06, 2006

Convivencia II

Hay un chiflete en la ventana
por donde entra un viento finito
que desordena el humo del incienso
Convivencia

a esta hora las moscas
aún no se han levantado
ni las hormigas
me permito

descuidos higiénicos
torpezas

viernes, septiembre 01, 2006

El amor es engaño del instinto II

la otra noche no usamos
preservativos y tuve miedo
de quererte, terror
de que me quieras.



por la tarde tiendo mi cama
ceremoniosa
me tiendo en ella, me envuelvo
en esa mortaja
a soñar