sábado, agosto 19, 2006

LA DESESPERACIÓN 
(Atribuida a José de Espronceda)  
             Me gusta ver el cielo  
con negros nubarrones  
y oir los aquilones  
horrísonos bramar,  
me gusta ver la noche  
sin luna y sin estrellas,  
y sólo las centellas  
la tierra iluminar.  
               Me agrada un cementerio  
de muertos bien relleno,  
manando sangre y cieno  
que impida el respirar,  
y allí un sepulturero  
de tétrica mirada  
con mano despiadada  
los cráneos machacar.  
               Me alegra ver la bomba  
caer mansa del cielo,  
e inmóvil en el suelo,  
sin mecha al parecer,  
y luego embravecida  
que estalla y que se agita  
y rayos mil vomita  
y muertos por doquier.  
        Que el trueno me despierte  
con su ronco estampido,  
y al mundo adormecido  
le haga estremecer,  
que rayos cada instante  
caigan sobre él sin cuento,  
que se hunda el firmamento  
me agrada mucho ver.  
        La llama de un incendio  
que corra devorando  
y muertos apilando  
quisiera yo encender;  
tostarse allí un anciano,  
volverse todo tea,  
y oír como chirrea  
¡qué gusto!, ¡qué placer!  
        Me gusta una campiña  
de nieve tapizada,  
de flores despojada,  
sin fruto, sin verdor,  
ni pájaros que canten,  
ni sol haya que alumbre  
y sólo se vislumbre  
la muerte en derredor.  
        Allá, en sombrío monte,  
solar desmantelado,  
me place en sumo grado  
la luna al reflejar,  
moverse las veletas  
con áspero chirrido  
igual al alarido  
que anuncia el expirar.  
        Me gusta que al Averno  
lleven a los mortales  
y allí todos los males  
les hagan padecer;  
les abran las entrañas,  
les rasguen los tendones,  
rompan los corazones  
sin de ayes caso hacer.  
        Insólita avenida  
que inunda fértil vega,  
de cumbre en cumbre llega,  
y arrasa por doquier;  
se lleva los ganados  
y las vides sin pausa,  
y estragos miles causa,  
¡qué gusto!, ¡qué placer!  
         Las voces y las risas,  
el juego, las botellas,  
en torno de las bellas  
alegres apurar;  
y en sus lascivas bocas,  
con voluptuoso halago,  
un beso a cada trago  
alegres estampar.  
         Romper después las copas,  
los platos, las barajas,  
y abiertas las navajas,  
buscando el corazón;  
oír luego los brindis  
mezclados con quejidos  
que lanzan los heridos  
en llanto y confusión.  
         Me alegra oír al uno  
pedir a voces vino,  
mientras que su vecino  
se cae en un rincón;  
y que otros ya borrachos,  
en trino desusado,  
cantan al dios vendado  
impúdica canción.  
         Me agradan las queridas  
tendidas en los lechos,  
sin chales en los pechos  
y flojo el cinturón,  
mostrando sus encantos,  
sin orden el cabello,  
al aire el muslo bello...  

¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!