El muchacho de los poemas y otro helados…Cuando Osvaldo Bossi nos propuso a Santiago Roaux y a mi, que nos ocupemos de la presentación del libro “El muchacho de los helados y otros poemas…” publicado por la Editorial Bajo la Luna, me dije a mi misma: haga lo que haga no será una típica presentación de libro que empieza diciendo: Cuando conocí a Osvaldo… ese gesto arrogante de remarcar la proximidad con el autor, de reclamar protagonismo.
Empecé a escribir, recurrí a las notas que había tomado en un cuaderno luego de leer el libro exhaustivamente y subrayarlo y marcarlo con flechas y crucecitas, tenía todas mis ideas desvinculadas y enunciados correctos pero que me resultaban vacíos como por ejemplo el autor trabaja con material autobiográfico y un lenguaje coloquial muy logrado en una evocación a la infancia bla, bla, bla … Como el río cuando crece, mi texto me arrastraba lentamente a un sinfín de terrenos fangosos, de donde sólo podía salir agarrada a una rama que milagrosamente aparecía sobre mi cabeza: el libro siempre firme me rescataba una y otra vez de mis pretensiones. Sin darme por vencida empezaba a escribir otra vez, sólo para desembocar en el mismo pantano donde uno siente que las palabras que ha escrito no están diciendo nada. Finalmente miré mi texto y quedé desolada al ver que lo único que la correntada había dejado intacto era el título: Presentación del libro “El muchacho de los helados y otro poemas…” de Osvaldo Bossi.
Entonces me levanté de la silla y me fui. Caminé largo rato por el jardín de la casa de mis padres, la casa de mi infancia. Pensé en los 17 años que había vivido allí, en que todo seguía más o menos parecido. En la partida hacia Buenos Aires, en los intentos fallidos de estudiar la carrera de Imagen y Sonido, de la suerte de haberlos transcurrido porque allí conocí a Santiago, pensé en el desconsuelo de estar sola en una ciudad desconocida donde nada había salido como lo esperaba….caminaba y pensaba y seguía con un poco de mal humor cuando me di cuenta de que era exactamente por allí por donde debía comenzar, por el principio.
Cuando lo conocí a Osvaldo, él dictaba un taller de Escritura Poética junto a Walter Cassara, que continúa funcionando, en el Centro Cultural Rojas, yo no lo conocía, no había leído sus libros, me había anotado de forma azarosa en el taller, buscando un plan B que justificara mi permanencia en Buenos Aires.
Antes que todo lo conocí como docente.
Es probable que al escuchar esta presentación, quienes me acompañan en la mesa se sonrojen, también es probable que sonrían así que voy a continuar. Esta primera experiencia de taller a su lado me marcó profundamente, a tal punto que relegué mis planes de cineasta, aunque sea por un tiempo, para dedicarlo a la escritura.
Más tarde al leer sus libros y conocerlo como escritor, tuve otra vez la sensación que experimenté al entrar al taller, la de haber encontrado un pequeño tesoro escondido, un rayo de luz que atraviesa la ventana e ilumina las motas de polvo que flotan en el aire. Una intensa satisfacción.
Pasaron cuatro años, y las vueltas de la vida me han llevado a conocerlo como amigo.
Al leer por primera vez “El muchacho de los helados…” recordé un conversación telefónica que habíamos tenido hace bastante tiempo, cuando Osvaldo se encontraba escribiendo el libro, una conversación simple, de esas entre gente que escribe, que tiene la ridícula costumbre de por ejemplo encontrarse fugazmente en el subte y preguntar uno al otro Y? estás escribiendo? Como si la respuesta contuviera no se qué información importante. Sin ser una excepción le pregunté ¿Estas escribiendo? Y Osvaldo me respondió -Sí, escribo con una gran dicha.
Creo que al leerlo eso es lo primero que se siente: es esa música del heladero que viene desde quién sabe que fantástico lugar a despertarnos. Dice el poeta:
“Todo hubiera seguido
en esa calma chicha, si a lo lejos
no se hubiera escuchado el silbato
del heladero.”
Como si este sonido nos interpelara directamente, interrumpiendo la calma chicha de la memoria y nos convirtiera de pronto en niños golosos, que se impacientan e intentan conseguir su cucurucho, revolviendo en el recuerdo.
Es la música de la emisora de radio que en las tardes de calor pasaba todas las canciones de moda, este libro que nos habla francamente de la experiencia del amor, de su temprano descubrimiento, plasma con destreza la ambigüedad propia de todo comienzo, incluso el del placer, los tropiezos que damos al comenzar un camino desconocido, las torpezas que se tienen al aprender un oficio, este libro canta a la vez que la nombra su propia música, por momentos pareciera sintonizar un bolero desgarrador, por momentos una canción comercial de esas que se apoderan de nuestros cuerpos y nos hacen marcar el ritmo con un pie sin mayor esfuerzo.
Es la música del habla popular que resuena en los refranes que el poeta rescata, como monedas que han sido opacadas por el tiempo, pero que bien lustradas relucen como soles. Así es que en el libro, salen ratas por tirante, no corre una gota de aire y los heladeros pasan cada muerte de obispo, pero esto magistralmente aviva la musiquita de la infancia en lugar de anestesiarla, la vuelve a significar.
No es mi intención hacer de esto una gran crítica literaria como se habrán dado cuenta, es más bien y humildemente, compartir con ustedes la obra de este poeta generoso que nos invita a abrir la tapa de este libro como si en realidad estuviéramos abriendo la tapa de la heladerita ambulante del heladero y nos dedicáramos por un momento a recibir esos copos de agua empalagosa en pequeños cucuruchos para saborear hasta el final.
Para terminar creo que el libro, y Osvaldo me sabrá disculpar, tiene un nombre equivocado, debería llamarse “El muchacho de los poemas y otros helados…”